El Ministerio Digno y el Ministro Más Digno

Prediqué este sermón pequeño en la Iglesia Anglicana "Cristo Redentor" en Arequipa, Perú el 10 de Julio 2007 para la Oración Vespertina. El texto para el sermón fue tomado de la primera lección para el servicio, que se puede encontrar en 1 Samuel 15:24-35. Aunque no es precisamente lo que fue predicado extemporáneamente, es el manuscrito preparado para la prédica y capta el sentido de lo que intenté comunicar. ¡Que Dios les cuide mucho a todos ustedes mediante su Hijo nuestro Salvador Jesucristo!

En el nombre de Dios: Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.

La mayoría de nosotros presentes esta noche somos ministros de Dios o nos estamos preparando para ser ministros de Dios. Y me imagino que a veces todos nos ponemos a pensar en si nuestros ministerios son adecuados, si glorifican a Dios, si realmente llegan al Pueblo de Dios, si estamos ministrando debidamente en el nombre del Señor. Pero también, me doy cuenta que a veces vamos ministrando en la Iglesia sin pensar en lo que realmente exige Dios de sus ministros para que realmente le sirvan a su Pueblo delante de él. Sin embargo, en esta primera lectura tomada esta noche de 1 Samuel no nos deja la opción de ponernos indiferentes a estas preguntas, porque nos pone bien claro lo que tiene que hacer el ministro verdadero de Dios: Dios demanda de sus ministros la obediencia perfecta para poder ministrar en su nombre a su Pueblo dignamente y efectivamente. Por lo tanto, en este tiempo corto examinaremos la condenación del ministerio del Rey Saúl, pero también veremos la esperanza dada a los que somos llamados a ministrar en el nombre del Señor.

Examinemos entonces el ministerio pecaminoso de Saúl. Ambos Saúl y Samuel dicen precisamente en que falló el ministerio de Saúl. Primero, Saúl quebrantó el mandato de Dios. Podríamos decirnos quizá que fueron pocos mandatos que quebrantó, pero la verdad es que Dios es un Dios celoso, y no deja que un ministro añade ni quita ni una sola letra de lo que exige (Deuteronomio 12:32). Segundo, Saúl rechazó la Palabra del Señor. Saúl indica que sólo es palabra de Samuel, pero Samuel le responde fuertemente que la palabra que ha rechazado es del Señor. Dios requiere que el que ministra en el nombre del Señor escuche, reciba, y cumpla toda su Palabra como Palabra del Señor. Tercero, Saúl temía al pueblo, a sus soldados: en pocas palabras, a los que son sólo hombres, y los temía más que a Dios. Un ministro verdadero de Dios siempre tiene por más importancia el temor de Dios, y no al hombre creado por Dios, tal como dice el Señor en Jeremías, “¡Maldito el hombre que confía en el hombre!” (Jeremías 17:5) La raíz al fondo de esta falta del ministerio de Saúl es faltar de cumplir con la Palabra de Dios en su totalidad, y este Dios celoso arrancó su ministerio de él, para dar a otro.

En vista de todo esto, mi reacción, y quizás la de ustedes, es decir con Isaías, “¡Ay de mí, que estoy perdido! Soy un hombre de labios impuros,” (Isaías 6:5) o con San Pablo, “¿Quién es competente?” (2 Corintios 2:16) De verdad, ¿quién es digno de ministrar a su Pueblo en presencia de Dios? Si nos quedáramos aquí, ¡nadie entre nosotros podría acercarse para ministrar al Pueblo de Dios en su nombre! Pero en medio de esta condenación por el Dios de Juicio, tenemos una luz de esperanza.

Porque dice el Señor a través de Samuel, que dará el ministerio que tenía Saúl a otro, literalmente a un prójimo suyo, más digno que él. Mientras es condenación a Saúl, a la vez hay la esperanza de un ministro delante de Dios que pueda cumplir con los mandatos de Dios, restaurar el culto malogrado de Dios, y vencer a sus enemigos brindando paz al Pueblo de Dios. Aunque todavía no se ha relevado en la narración quién será este Ministro, sabemos que indica al Rey David, el ungido del Señor. Pero, quizás me preguntarán, ¿No fue pecador David? Claro que sí, más bien desobedeció gravemente contra Dios en hacer censo de Israel, en cometer adulterio con Betsabé, y en asesinar a Urías su esposo. Pero en su gracia Dios había hecho un pacto con David, y le prometió que uno de sus descendientes sería hijo suyo, que este descendente ministraría en el nombre del Señor, reinaría en el trono David, para siempre.

Y sabemos que en el cumplimiento del tiempo, este Hijo de David nació y fue ungido por el Espíritu Santo para este oficio, cumplió todo lo que le exigía Dios, y ministró perfectamente a todos, incluso a los pobres, a los menospreciados, a los enfermos, y a los quebrantados de corazón. El fue el prójimo nuestro más digno que nosotros; sin embargo, siendo el ministro perfecto, él tomó nuestros ministerios pecaminosos y fallados como suyos y los clavó con toda su debida condenación consigo mismo a la cruz. El mismo fue rechazado por Dios por causa de nuestros ministerios desobedientes, y por lo tanto se le arrancó la vida misma. Pero gracias a Dios, su Padre le resucitó de entre los muertos, vindicando su ministerio perfecto, y le subió al cielo a su diestra, para ministrar a su Pueblo desde ahí como nuestro Gran Rey, Sumo Sacerdote, y Profeta. El es el buen pastor de las ovejas, y el obispo no sólo de su pueblo aquí en la tierra sino también de nosotros ministros suyos (1 Pedro 2:25), en cuyo nombre nos envía aún siendo pecadores, para proclamar su sesión celestial y ser sus embajadores (2 Corintios 5:20).

¿Qué provecho de este pasaje tan asombroso podemos sacar los que ministramos o esperamos ministrar en el nombre del Señor? Pues, en primer lugar, hay que escuchar la amenaza fuerte del Señor en cuanto de escuchar, creer, y obedecer la Palabra de Dios. Como ministros, toda nuestra autoridad y poder viene de Jesucristo a través de su Palabra, y el hecho de no someternos a su Palabra es la destrucción del ministerio que él nos da. Como ministros de Jesucristo, debemos hacer todo lo que la Palabra de Dios nos dice; sin obediencia, nos arriesgamos ser arrancados del ministerio en lo cual Dios nos ha puesto. En segundo lugar, hay que cuidarnos a nosotros mismos en cada área de nuestra vida: no podemos decir que un pecado escondido en un área de nuestra vida no afecte al ministerio a lo cual Dios mismo nos ha llamado. Somos llamados, como cristianos ser santos como Dios es santo, y aún más como representantes de Cristo para su Pueblo. Pero, en tercer lugar, hay que depender en la obra de Cristo para el ministerio que nos da, y cuando pecamos, o erramos, o faltamos a lo que Dios nos mande hacer, nos queda este Abogado para con el Padre (1 Juan 2:1), nuestro Pastor y Obispo Jesucristo más digno que nosotros. De él y en él y por él viene el ministerio por lo cual hemos sido llamados y ungidos (Romanos 11:36). Entonces, siempre hay que acercarnos a él a través de la oración, confiando en su misericordia, y confiando que él obrará por medio de nosotros y, a veces, a pesar de nosotros, para el cuidado de su rebaño y la gloria de su nombre.

Y a este Hijo de David y Salvador nuestro, Jesucristo el Justo, sea toda honra y gloria en el mundo y en su iglesia, ahora y siempre. Amén.

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